Naufragios

Ningún iceberg pidió perdón a ningún barco, claro que pocos barcos pudieron verlos venir…
Supongo que hay naufragios que son irremediables, de esos en los que la sal del mar escuece en los ojos e incluso salvándote, llegando a la orilla, arena y viento hacen un pacto para hacerte saber que nunca se sale indemne de algo así.

Es muy difícil seguir siendo capitán de un barco cuando ya no saben igual los besos, cuando los verbos empiezan a conjugarse en pretéritos y cuando se cambian las cerraduras de las puertas.

Es difícil seguir el rumbo cuando las brújulas ya no señalan el norte, cuando los huracanes dejan de ocurrir en las camas y cuando la primavera marchita las flores.

Como en toda historia, siempre hay algún superviviente que vive para contarlo.
No sabéis lo que cabe en las heridas, ni lo bonito que vuelven la piel los que las sanan. Salir a flote es lo que más se desea en los naufragios, pero si además de esos, agarran el timón contigo, reconstruyen los mástiles y resuelven las equis de los mapas, merece la pena hacerse el ciego y disfrutar del camino hasta llegar al iceberg.

Dobles lecturas

Creo en el poder de la palabra, pero me enamora lo bonito de los hechos.

Leo al día muchos versos que adornan con mentiras sus poetas, y también ojos que no pueden parar de decir la verdad.

Reconozco que hay un par de canciones que me salvan la vida, y letras que terminan de derrumbar los escombros de mis ruinas.

Veo cada domingo un mundo diferente en los periódicos, y fotografías en portadas que retratan realidades en las que todos-ahora sí-parecemos estar inmersos.

Oigo discursos con una dialéctica digna de los maestros de la verdad de la Antigua Grecia pero ni una pizca de sensibilidad y, sin embargo, he mantenido también conversaciones cotidianas en las que he querido quedarme a vivir por sentir justo lo contrario.

Existe una gran diferencia entre los «adioses» que se dicen en portales, coches o aeropuertos y aquellos que se acompañan de un abrazo con certeza de final. Sé muy bien que los primeros son refugios contra tormentas y que los últimos te dejan en un invierno constante.

También sé que hay palabras que nuestros oídos no desean escuchar jamás y otras que anhelan oír con todas sus fuerzas.

Creo firmemente en el poder de las palabras, en su métrica – su armonía y consonancia- y también en su física -su fuerza, su causa y su efecto-. Creo que debe existir una fórmula que las calcule o una regla para que algunas personas aprendan a medir las suyas. Esto arreglaría muchos problemas.

Disfruto por tanto de las personas que no sólo leen sino que saben leer cada palabra, sabiendo que nunca hay una única forma de hacerlo, en un Rayuela constante, en un desorden de interpretaciones que varían según la estación del alma, según la luz del año.

Admiro aún más a la gente que escribe, aquella que se abre en canal para contar o cantar verdades o mentiras a medias que quizás también lo sean para otros que las lean. Por eso creo, que lejos, muy lejos de ser admirada por alguien, a veces me escondo detrás de la palabras.

No sé muy bien por qué, no sé muy bien para qué.

Supe cómo llover.

Llegaste con la fuerza de una tormenta de verano después de meses sin llover, terminando con la sequía y dispuesto a no perder ni un solo detalle.

Trajiste a tus secuaces y en la embestida, en cada una de ellas, te llevabas todo -lo poco- que aún seguía a flote.

Me llenaste de nubes y el ciclo del agua, previsible, terminó de deshacerme del todo.

Me llenaste de nubes, sí. Pero hoy por fin saben cómo hacerme llover.

Hace ya algún tiempo que le estoy dando importancia a lo de estar en el momento justo en el sitio correcto. Y es que la experiencia me ha demostrado un par de veces que casi siempre existe un dónde y un cuándo para cada cosa.

Que hay veces que se está cuando no se debe y otras veces en las que nos encontramos en un sitio al que no pertenecemos.  Lo normal, como ocurre con todo en la vida, es tardar en acertar.

Cuántas historias hubieran podido ser y, sin embargo, no fueron porque los marcos espacio-temporales de cada persona eran totalmente opuestos; y cuántas otras, al final, -y a pesar de todo-, llegaron a ser y se convirtieron en propósitos con un gran «des» como obstáculo delante…

Pero ha de ser así, pues el espacio y el tiempo son dimensiones matemáticas, las matemáticas son ciencias, y las ciencias pretenden ser exactas, como exacto fuiste tú. Que apareciste en el peor cuándo para convertirte en mi mejor dónde.

 

Has de saber…

*El título, al final. Porque el principio de todo, fuiste tú.

Descúbreme.

Descúbreme, descubre hasta aquello que nunca quise que formara parte de mí y después bésame la frente y haz como si no te importara, o mejor aún, haz como si esas cosas hicieran que yo te encantara aún más.

Abrázame, y dime al oído que es normal lo de no querer perder algo tan grande, y que no me preocupe porque tú aún no conoces un lugar mejor.

Mírame con esos ojos en donde no dejo de imaginarme reflejado nuestro futuro, y haz brillar los míos con cualquier cosa que digas. Después échale ganas a la vida y encuentra esa ilusión con la que parece que no te topas nunca-muy a mi pesar-.

Sonríeme, sonríe y no dejes de hacerlo nunca porque tu risa probablemente sea mi canción favorita, y lo siento, pero te la voy a hacer cantar hasta que te quedes sin voz.

Hazmelo, hazme lo que la primavera hace con las flores, y deja que después llegue ese desastre que nos encanta. Yo mientras te desdibujaré los miedos con la yema de mis dedos  y te quitaré las ganas de mandar todo a la mierda, porque ya lo sabes, ahí o los dos juntos, o nada.

Y tú te preguntarás, y todo esto ¿para qué?. Todo esto, cariño, para morirnos, volver a nacer y seguir queriendo que nuestra historia sea un bucle.

La boa come elefantes.

Yo creo que cuando uno es pequeño, sus ojos ven el mundo al 100%, y a medida que se va creciendo, nos salen cataratas.

Los niños ven las cosas como son, sin más, sin vueltas de hoja, desde la inocencia; saben que cada cosa tiene su valor y que éste no cambia; viven la hora, el minuto y el segundo exacto sin pensar en los siguientes. Y más que personas, son ganas.

¿Y sabéis? Es verdad eso de que «de mayores hay que querer ser pequeños», para librarnos de esas cataratas y recuperar el 100% de visión. Y si no es con los ojos, que sea con el corazón, porque al fin y al cabo, lo esencial es invisible a los ojos.

Estrellas fugaces.

Anoche me tumbé en el asfalto, y con el firmamento arropándome el cuerpo y los sueños, estuve contándole secretos a las estrellas.
Ellas me los guardaban mientras yo no dejaba de pensar en lo increíble que me parecía que, aún compartiendo el mismo cielo con todo el universo, cada una de ellas atesoraba siempre un poquito de luz para mostrársela a cada uno de los que le dedicase una tierna mirada.
Luego pasaste tú, tímida y perecedera, fugaz, más brillante incluso que las otras. La estrella que cruzó por un instante el cielo y a la que le encargué la misión de cumplir ese deseo que considero prioridad.
Sé que no está en tus manos, sino en las mías, pero la sincronía entre mi deseo y tu destello me hizo sentir que no estaba sola en esto.

Explícales Notre Dame.

Una vez leí que se podían explicar catedrales con los ojos y que se podía nacer allí donde morimos. Pensé entonces que toda nuestra existencia está plagada de paradojas sin sentido y sinestesias retóricas pero auténticas.

Que hay gente que siente y piensa de forma contradictoria, que vive con unos ojos sin fulgor y un corazón desértico, que pide perdón en vez de ganárselo, que regala amuletos en vez de convertirse en uno, que exige sin dar, y que da sin hacerlo. Para esos no existen catedrales ni resurrecciones.

Sin embargo, hay otros que tienen claro que lo que les importa en la vida les late por dentro, que luchan contra esas paradojas y no pierden el tiempo en buscarlas sentido, que hacen brillar sus ojos por pequeñas cosas, que regalan lo que es suyo cada día y que no piden nada a cambio.

A estos últimos explícales Notre Dame con una sola mirada y hazles nacer cada vez que mueran.

Me haces volar.

Me haces volar, y lo haces como a un Ícaro al que juran que no va a arder con el sol. Entonces despliego mis alas, y tú conmigo. Y volamos.

Planeamos a mil pies de altura, y sobre el boceto de un futuro que dibujamos a lápiz en nuestra mente, para poder desdibujarlo si se nos ocurre algo mejor.

Y seguimos arriba, olvidándonos del suelo y acostumbrándonos a la monocromía añil del cielo, de nuestro cielo.  Porque sí, es nuestro desde el momento en que te empeñaste en hacer que su inmensidad fuera parecida a la mía cuando estoy contigo.

Y continuamos en lo alto, pero anochece y es hora de tomar tierra. Y la tomamos.

Entonces te miro a los ojos, esos que parecen tener conversaciones privadas con los míos y a esos a los que a veces se les escapan las cosas que no nos queremos decir. Es ahí cuando me doy cuenta de que lo que mejor sabemos hacer es querernos.

Y es que ahora mismo no encuentro verbos suficientes que digan todo lo que me gustaría hacerte cuando, cada día, tengo la sensación de emprender ese vuelo contigo. Vuelo que ojalá que fuera eterno, porque entre tú y yo, el desenlace de Ícaro nunca me gustó.

Poner en pie a la vida. 

Es difícil resistirse a la oportunidad de volver a empezar habiendo probado ya la vida. Resulta complicado encariñarse de los errores tanto como para volver a repetirlos, superar los baches y seguir sin asfaltarlos y vivir -o sufrir- la otra cara de la vida e intentar poner una sonrisa en la tuya solo por agradar a los demás.
Por eso, si nos ofreciesen la posibilidad de volver a empezar desde la ventaja de saber de primera mano, y por experiencia, de qué manera nos puede tratar la vida, muchos dirían que sí sin pensánserlo dos veces. 
Pero, ¿sabéis qué? Ese es nuestro verdadero problema, que pensamos demasiado las cosas que no deberían pensarse y nos empeñamos en ser directores, guionistas y actores de todas las películas que nos montamos en la cabeza y que no tenemos huevos de estrenar. En todas esas películas planificamos cómo queremos que sea nuestra vida, las cosas que conseguiremos en el futuro, la familia que querríamos formar e incluso nos planteamos infinidad de «y si…» para ponernos a prueba y ver cómo se nos da el papel en distintas situaciones. Eso cuando no nos da por visualizar una y mil veces las películas en blanco y negro del pasado (que no nos suelen gustar). Y el presente, siempre brillando por su ausencia.
Pero, ¿y qué pasa cuando todo eso que está en nuestra cabeza se da de frente con la experiencia (con los errores, los baches, la vida…)?. Muy fácil, se nos quitan las ganas, los directores abandonan sus sillas, los guiones se emborronan y los actores no sacan adelante su papel. Y La Vida se da de bruces contra el suelo. 
Entonces, de qué sirven todas esas planificaciones, dónde queda el negocio de tu vida, la familia con dos hijos y un perro o la casa de tus sueños que has imaginado tantas veces si lo que nunca te has parado a pensar es en que habrá algún día que te quede poco tiempo para hacerlo. De qué sirve pensar en volver a empezar si no has disfrutado con ninguna de tus decisiones, si no te das cuenta de que la vida es un crupier que te reparte cartas que tú decides cómo usar. Y juegas. No piensas en jugadas sino que juegas. 
Y eso es lo que debemos hacer, jugar e improvisar con nuestras vidas, con cabeza pero sin usarla en exceso para pensar cómo fueron, son o serán cosas que ya hiciste, haces o harás más adelante. Poner en pie a La Vida y gritarla que eres valiente, que no quieres volver a empezarla pero que ahora cambian las tornas, que ahora la gobiernas tú.